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Buen provecho

¿Con qué estás sazonando tus comidas?

manuelita otero

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Como si fuera ayer, recuerdo una época muy dura de mi vida en la que las horas del almuerzo y la comida se volvieron un gran refugio en medio del día a día. No lo digo porque comiera mucho o porque estuviera desahogando mis penas con la comida, sino porque ocurría algo importante -casi mágico- a la hora de comer y era que lograba desconectarme de las decenas de problemas que tenía por esos días.

Cuando me sentaba a comer, me sentaba a comer. Disfrutaba de lo que estaba servido, de la compañía y de las recetas raras que a veces se le ocurrían a mi esposo. Sentía alivio, descanso, esperanza, conexión. Inclusive muchas veces era el momento de ver en la tele noticias deportivas (que las amo), escuchar música alegre o comentar bobadas. También recuerdo que era el espacio perfecto para hablar sin afanes con la persona que en ese entonces nos colaboraba en la casa y a veces nos cocinaba. Era ahí cuando ella nos compartía cosas de su vida y nosotros de la nuestra. Nos reíamos. Era la hora de la comadrería.

Tal vez fue desde esa época que me volví quisquillosa respecto a lo que se habla a la hora de sentarse a la mesa. Mi familia -que me conoce bien- sabe que en mi casa a la hora de comer no hablamos ni de enfermedades, ni de tragedias, ni de accidentes y menos de las noticias duras o amarillistas que se nos cruzan a cualquier hora del día. No importa si lo que estamos compartiendo es un sándwich sencillo, un ajiaco o una deliciosa pasta. No importa. Sea lo que sea que se haya preparado, hablamos de todo menos de cosas muy tristes o desagradables porque para eso existen muchas otras horas del día. Incluso, si es algo urgente y no tan chévere, lo podemos hablar con el café o la aromática de sobremesa cuando ya hayamos tenido la oportunidad de saborear tranquilamente lo que teníamos para saborear.

A mí la verdad me aterra en las “condiciones” en las que mucha gente come. Y no me refiero a las condiciones sociales o económicas - porque, claro, esa es otra historia-, me refiero a que muchos comen escuchando los poco digeribles y difíciles noticieros, o comen hablando de lo trágica que fue la muerte de “Pepito” o de lo tenaz que está la situación del mundo o de la ciudad en donde viven. Yo sencillamente no puedo. Creo -por experiencia y por evidencia- que la comida alimenta mejor -al cuerpo y al alma- cuando está acompañada de una amena charla o de un agradable silencio.

¿Has pensado alguna vez en todo esto? Yo sí te quiero invitar a que pienses detenidamente con qué estás sazonando tus comidas, con qué tipo de charlas, con qué tipo de pensamientos, con qué tipo de imágenes. No importa que la publicidad no te lo recuerde. No importa que lo único de moda sea pensar en las calorías, las grasas y los azúcares que estás consumiendo. No importa que la obsesión de muchos se haya vuelto si la comida es orgánica o si sus empaques son ecológicos. En mi caso la obsesión se ha vuelto comer tranquila y feliz. Al fin de cuentas, comer es algo que hago como mínimo unas 80-90 veces al mes. ¿Entonces por qué no usar, en ese casi centenar de oportunidades, los mejores ingredientes?

Ana